En abril de 1832 el cólera hizo estragos en la población de París, diezmó a las clases trabajadoras e hizo huir a las provincias a los más pudientes, el azar tiende una mano de ayuda:
Un día de mayo de 1832, Chopin se pasea por el bulevar y se encuentra en él a Valentín Radziwill, padre del príncipe Antonio, quién lo lleva a una velada ofrecida por James de Rothschild. El joven se sienta al piano sin haberse preparado y obtiene un éxito mucho mayor que en ninguno de los conciertos que dio hasta entonces. Allí está presente la élite de la sociedad de la noche a la mañana el nombre de Chopin vuela de boca en boca. Se aprecia su distinción, su talento. Se le piden lecciones: la baronesa de Rothschild se inscribe a la cabeza de la lista. Entre las familias adineradas, los Rothschild se entusiasmaron particularmente con el talento de Chopin,33 y, junto a otras familias pudientes —como la princesa de Vaudemont, el príncipe Adam Czartoriski, el conde Apponyi o el mariscal Lannes— lo tomaron bajo su protección.
De todos modos, el oficio de profesor no es en modo alguno lo que tenía en vista Chopin representa un extraño caso entre los compositores intérpretes (en su caso, de piano) que ha alcanzado reputación como gran compositor. Su música de cámara y vocal es escasa y la orquestal comprende unas cuantas obras concertantes. En todas ellas, siempre hay un piano involucrado. Sus amigos y colegas lo animaron a abordar otros géneros; cuando el conde de Perthuis le animó a escribir un melodrama, el músico respondió: «Dejad que sea lo que debo ser, nada más que un compositor de piano, porque esto es lo único que sé hacer»
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